En noviembre del año de 1836, el paquebote de vapor Royal Sovereign se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth, azotando las olas con sus brazos, y desplegando sus velas pardas y húmedas en la neblina, aún más parda y más húmeda que ellas. El interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio de un viaje marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigas del mareo. Veíanse mujeres en extrañas actitudes, desordenados los cabellos, ajados los camisolines, chafados los sombreros. Los hombres, pálidos y de mal humor; los niños, abandonados y llorosos; los criados, atravesando con angulosos pasos la cámara, para llevar a los pacientes té, café y otros remedios imaginarios, mientras que el buque, rey y señor de las aguas, sin cuidarse de los males que ocasionaba, luchaba a brazo partido con las olas, dominándolas cuando le oponían resistencia, y persiguiéndolas de cerca cuando cedían.
En noviembre del año de 1836, el paquebote de vapor Royal Sovereign se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth, azotando las olas con sus brazos, y desplegando sus velas pardas y húmedas en la neblina, aún más parda y más húmeda que ellas. El interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio de un viaje marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigas del mareo. Veíanse mujeres en extrañas actitudes, desordenados los cabellos, ajados los camisolines, chafados los sombreros. Los hombres, pálidos y de mal humor; los niños, abandonados y llorosos; los criados, atravesando con angulosos pasos la cámara, para llevar a los pacientes té, café y otros remedios imaginarios, mientras que el buque, rey y señor de las aguas, sin cuidarse de los males que ocasionaba, luchaba a brazo partido con las olas, dominándolas cuando le oponían resistencia, y persiguiéndolas de cerca cuando cedían.