Su presentación en sociedad es el primer episodio interesante en la vida de la mujer. Ha terminado la infancia, que acaso sea lo mejor de la existencia. La trasformación de la niñez en pubertad trae también un cambio completo en la vida del espíritu. La niña se ha convertido en señorita. Ya la muñeca ha quedado abandonada. La mamá de la señorita, con dulce melancolía, la recoge y la guarda en un mueble tradicional. La señorita no hace caso de su muñeca: le parece un objeto antediluviano, pues aunque el tiempo pasado es poco, la trasformación es tanta que todo lo de ayer ha adquirido carácter remoto. Ya vendrá un día en que vuelva sus ojos, acaso tristes, acaso llorosos, a la muñeca que alborozó sus horas infantiles. Pero ahora, no; ahora ha quedado relegada a completo olvido. Porque la señorita se halla trémula de emoción. Se va a presentar en sociedad; está por asomarse al mundo. Y un tumulto de ideas, mejor dicho, de imaginaciones—porque, propiamente ideas sobre el mundo, no tiene aun la señorita—asaltan su mente en ligero torbellino, se agitan, bullen, vuelan y revuelan como mariposas en torno del foco luminoso. ¿Cómo será el mundo? He ahí la preocupación de la señorita. Pero esta preocupación está exenta de tristeza, de gravedad, de pesimismo. Porque, en realidad, no se pregunta: «¿cómo será el mundo?», interrogación harto filosófica para sus años y su inexperiencia. Lo que ella se pregunta es: «¿cómo le pareceré yo al mundo?». Y a medida que se atavía y se adorna y se embellece con los mil recursos que la moda inventa, piensa la señorita, frente al espejo que refleja su figura de mujer en esbozo: «yo creo que le voy a parecer bonita al mundo». Y esta idea optimista, justificada desde luego, porque la señorita es linda, le produce una alegría exultante, alborozada, llena de íntimo regocijo. En ese momento del atavío, los detalles adquieren una importancia fundamental; el gracioso lunar, el rizo juguetón, todo aquello que constituye su personalidad, su diferenciación de las demás señoritas que también se presentan en sociedad, adquieren un relieve preponderante y definitivo. El lunarcillo y el ricito son invencibles; nada, nada, ¡invencibles!... Una ligera inquietud invade el espíritu de mamá. Es necesario que la presentación cause buen efecto. Está en ello comprometido el buen gusto y el tino educador de mamá. La señora ha leído a Carmen Sylva, la buena y discreta reina rumana, y repite a su hija estas palabras que pueden servir de norma en una presentación en sociedad: «La tontería se coloca siempre en primera fila para ser vista; la inteligencia se coloca detrás para ver». Y luego agrega por cuenta propia: «discreción, hija mía, compostura, sosiego; mide lo que dices; más vale que peques por cortedad
Su presentación en sociedad es el primer episodio interesante en la vida de la mujer. Ha terminado la infancia, que acaso sea lo mejor de la existencia. La trasformación de la niñez en pubertad trae también un cambio completo en la vida del espíritu. La niña se ha convertido en señorita. Ya la muñeca ha quedado abandonada. La mamá de la señorita, con dulce melancolía, la recoge y la guarda en un mueble tradicional. La señorita no hace caso de su muñeca: le parece un objeto antediluviano, pues aunque el tiempo pasado es poco, la trasformación es tanta que todo lo de ayer ha adquirido carácter remoto. Ya vendrá un día en que vuelva sus ojos, acaso tristes, acaso llorosos, a la muñeca que alborozó sus horas infantiles. Pero ahora, no; ahora ha quedado relegada a completo olvido. Porque la señorita se halla trémula de emoción. Se va a presentar en sociedad; está por asomarse al mundo. Y un tumulto de ideas, mejor dicho, de imaginaciones—porque, propiamente ideas sobre el mundo, no tiene aun la señorita—asaltan su mente en ligero torbellino, se agitan, bullen, vuelan y revuelan como mariposas en torno del foco luminoso. ¿Cómo será el mundo? He ahí la preocupación de la señorita. Pero esta preocupación está exenta de tristeza, de gravedad, de pesimismo. Porque, en realidad, no se pregunta: «¿cómo será el mundo?», interrogación harto filosófica para sus años y su inexperiencia. Lo que ella se pregunta es: «¿cómo le pareceré yo al mundo?». Y a medida que se atavía y se adorna y se embellece con los mil recursos que la moda inventa, piensa la señorita, frente al espejo que refleja su figura de mujer en esbozo: «yo creo que le voy a parecer bonita al mundo». Y esta idea optimista, justificada desde luego, porque la señorita es linda, le produce una alegría exultante, alborozada, llena de íntimo regocijo. En ese momento del atavío, los detalles adquieren una importancia fundamental; el gracioso lunar, el rizo juguetón, todo aquello que constituye su personalidad, su diferenciación de las demás señoritas que también se presentan en sociedad, adquieren un relieve preponderante y definitivo. El lunarcillo y el ricito son invencibles; nada, nada, ¡invencibles!... Una ligera inquietud invade el espíritu de mamá. Es necesario que la presentación cause buen efecto. Está en ello comprometido el buen gusto y el tino educador de mamá. La señora ha leído a Carmen Sylva, la buena y discreta reina rumana, y repite a su hija estas palabras que pueden servir de norma en una presentación en sociedad: «La tontería se coloca siempre en primera fila para ser vista; la inteligencia se coloca detrás para ver». Y luego agrega por cuenta propia: «discreción, hija mía, compostura, sosiego; mide lo que dices; más vale que peques por cortedad