Bailén

Nonfiction, Religion & Spirituality, New Age, History, Fiction & Literature
Cover of the book Bailén by Benito Pérez Galdós, Library of Alexandria
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Author: Benito Pérez Galdós ISBN: 9781465563163
Publisher: Library of Alexandria Publication: July 29, 2009
Imprint: Library of Alexandria Language: Spanish
Author: Benito Pérez Galdós
ISBN: 9781465563163
Publisher: Library of Alexandria
Publication: July 29, 2009
Imprint: Library of Alexandria
Language: Spanish
Me hacen ustedes reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su caballo, cuando.... Fué en la batalla de Austerlitz: él subía a todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yo, que estaba en el 17.º de línea, de la división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora. Pues, como digo, al pasar él con todo su Estado Mayor y la infantería de la Guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo en tales términos, que todavía me duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día, que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!» Así hablaba un hombre para mi desconocido, como de cuarenta a?os, no malcarado, antes bien con rasgos y expresi?n de cierta hermosura marchita, aunque no destru?da por las pasiones o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre melanc?lica y truhanesca, como la de persona muy corrida en las cosas del mundo, y especialmente en las luchas de ese vivir al par holgaz?n y trabajoso a que conducen la sobra de imaginaci?n y la falta de dineros; persona de ademanes francos y desenvueltos, de hablar facil?simo, lo mismo en las bromas que en las veras; individuo cuya personalidad ten?a complemento en el desali?o casi elegante de su traje, m?s viejo que nuevo, y no menos descosido que roto, aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a la disimuladora aguja, que hab?a corregido as? las rozaduras del chupet?n como la ortograf?a de las medias. Éstas eran, si mal no recuerdo, negras, y el pantalón de color de clavo pasado. Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambas sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del camino; su casaca obscura, y de un corte no muy usual entre nosotros; su chaleco ombliguero, forma un poco extranjera también, y su corbata, informemente escarolada, le hacían pasar como nacido fuera de España aunque era español. Mas por otra circunstancia distinta de las singularidades de su vestir, causaba sorpresa la tal persona, y éste es un capitalísimo punto que no debe pasarse en silencio. Aquel hombre tenía bigote. Esto fué, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa alguna llam? mi atenci?n cuando le vi inclinado sobre la mesa, comiendo ?vidamente en descomunal escudilla unas al modo de sopas, puches o no s? qu? endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena contando entre cucharada y cucharada las proezas de Napole?n I. Dos personas, ambas de edad avanzada y de distinto sexo, compon?an su auditorio: el var?n, que desde luego me pareci? un viejo militar retirado del servicio, o?a con fruncido ce?o y taciturnamente los encomios del invasor de Espa?a; pero la se?ora anciana, m?s despabilada y locuaz que su consorte, contestaba al panegirista con cierto desenfado tan chistoso como impertinente. —Por Dios, Sr. de Santorcaz—decía la vieja—, no grite usted ni hable tales cosas donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le conocemos de antes, no nos espantamos de sus extravagancias; pero, ¡ay!, la vecindad de esta casa es muy entremetida, muy enredadora, y no se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en la batalla de Pirrinclum, o no sé qué..., pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua.... Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán. Apuesto a que es espía de la canalla, para ver lo que se dice en esta casa y contarlo a sus mercedes.» El mejor día nos van a dar que sentir, porque como dice usted esas cosas, y tiene esos modos, y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe Dios.... ¡Como aquí están tan rabiosos con lo del día 2!... —Ya se aplacarán los humos de esta buena gente—dijo Santorcaz, apartando de sí escudilla y cuchara—. Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse; y esto, que es la pura verdad, lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan nuestras camisas
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Me hacen ustedes reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su caballo, cuando.... Fué en la batalla de Austerlitz: él subía a todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yo, que estaba en el 17.º de línea, de la división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora. Pues, como digo, al pasar él con todo su Estado Mayor y la infantería de la Guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo en tales términos, que todavía me duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día, que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!» Así hablaba un hombre para mi desconocido, como de cuarenta a?os, no malcarado, antes bien con rasgos y expresi?n de cierta hermosura marchita, aunque no destru?da por las pasiones o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre melanc?lica y truhanesca, como la de persona muy corrida en las cosas del mundo, y especialmente en las luchas de ese vivir al par holgaz?n y trabajoso a que conducen la sobra de imaginaci?n y la falta de dineros; persona de ademanes francos y desenvueltos, de hablar facil?simo, lo mismo en las bromas que en las veras; individuo cuya personalidad ten?a complemento en el desali?o casi elegante de su traje, m?s viejo que nuevo, y no menos descosido que roto, aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a la disimuladora aguja, que hab?a corregido as? las rozaduras del chupet?n como la ortograf?a de las medias. Éstas eran, si mal no recuerdo, negras, y el pantalón de color de clavo pasado. Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambas sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del camino; su casaca obscura, y de un corte no muy usual entre nosotros; su chaleco ombliguero, forma un poco extranjera también, y su corbata, informemente escarolada, le hacían pasar como nacido fuera de España aunque era español. Mas por otra circunstancia distinta de las singularidades de su vestir, causaba sorpresa la tal persona, y éste es un capitalísimo punto que no debe pasarse en silencio. Aquel hombre tenía bigote. Esto fué, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa alguna llam? mi atenci?n cuando le vi inclinado sobre la mesa, comiendo ?vidamente en descomunal escudilla unas al modo de sopas, puches o no s? qu? endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena contando entre cucharada y cucharada las proezas de Napole?n I. Dos personas, ambas de edad avanzada y de distinto sexo, compon?an su auditorio: el var?n, que desde luego me pareci? un viejo militar retirado del servicio, o?a con fruncido ce?o y taciturnamente los encomios del invasor de Espa?a; pero la se?ora anciana, m?s despabilada y locuaz que su consorte, contestaba al panegirista con cierto desenfado tan chistoso como impertinente. —Por Dios, Sr. de Santorcaz—decía la vieja—, no grite usted ni hable tales cosas donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le conocemos de antes, no nos espantamos de sus extravagancias; pero, ¡ay!, la vecindad de esta casa es muy entremetida, muy enredadora, y no se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en la batalla de Pirrinclum, o no sé qué..., pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua.... Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán. Apuesto a que es espía de la canalla, para ver lo que se dice en esta casa y contarlo a sus mercedes.» El mejor día nos van a dar que sentir, porque como dice usted esas cosas, y tiene esos modos, y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe Dios.... ¡Como aquí están tan rabiosos con lo del día 2!... —Ya se aplacarán los humos de esta buena gente—dijo Santorcaz, apartando de sí escudilla y cuchara—. Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse; y esto, que es la pura verdad, lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan nuestras camisas

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