Dos son los principales motivos que me llevan a escribir algunas palabras al frente de esta colección de cuentos que doy al público ahora. No todas las flores son frescas y bonitas; también las hay mustias y feas. No se me culpe, pues, de presumido, si valiéndome de una figura retórica llamo flores de mi pobre y agostado ingenio a los cuentos que siguen. Y suponiendo ya que son flores, añadiré que carecen de relación entre sí y que yo las reúno caprichosamente para formar con ellas un ramillete o manojo. Sea este breve la cinta o el lazo que las ate, para que cada una de las flores no se vaya por su lado. No soy yo quien debe elogiarlas. El benigno lector decidirá si valen algo o si nada valen. Yo diré sólo para procurarme la indulgencia hasta de los más severos, que mi propósito al escribir y al reunir los cuentos es tan modesto como inocente. No me propongo enseñar nada, ni moralizar, ni probar tesis, ni resolver problemas, ni censurar vicios y costumbres. Lo único que me propuse al escribir los tales cuentos es distraerme o divertirme en el casi forzoso retiro a que mi vejez y mis achaques me condenan. No he de negar yo que me he divertido escribiendo los cuentos, pero me guardo bien de inferir de ahí y de dar por seguro que se divertirá también quien los lea. Los cuentos, sin embargo, no aspiran más que a divertir. Si no divierten, la crítica no puede ni debe ir más allá que hasta el extremo de calificarlos de fastidiosos, y en cambio, si divierten o entretienen algo, su fin y su objeto están cumplidos. No son ni quiero yo que sean sino una obra de mero pasatiempo, con cuya lectura, sin la menor ofensa de Dios ni del prójimo, logren los desocupados entretenerse durante algunas horas. Los que quieran aprender algo, de sobra tienen libros a que acudir. Para saber de religión lean los Nombres de Cristo, para saber de moral, lean la Guía de pecadores, y para saber de filosofía, la que está publicando el Padre Urraburu en muchos y muy gruesos tomos
Dos son los principales motivos que me llevan a escribir algunas palabras al frente de esta colección de cuentos que doy al público ahora. No todas las flores son frescas y bonitas; también las hay mustias y feas. No se me culpe, pues, de presumido, si valiéndome de una figura retórica llamo flores de mi pobre y agostado ingenio a los cuentos que siguen. Y suponiendo ya que son flores, añadiré que carecen de relación entre sí y que yo las reúno caprichosamente para formar con ellas un ramillete o manojo. Sea este breve la cinta o el lazo que las ate, para que cada una de las flores no se vaya por su lado. No soy yo quien debe elogiarlas. El benigno lector decidirá si valen algo o si nada valen. Yo diré sólo para procurarme la indulgencia hasta de los más severos, que mi propósito al escribir y al reunir los cuentos es tan modesto como inocente. No me propongo enseñar nada, ni moralizar, ni probar tesis, ni resolver problemas, ni censurar vicios y costumbres. Lo único que me propuse al escribir los tales cuentos es distraerme o divertirme en el casi forzoso retiro a que mi vejez y mis achaques me condenan. No he de negar yo que me he divertido escribiendo los cuentos, pero me guardo bien de inferir de ahí y de dar por seguro que se divertirá también quien los lea. Los cuentos, sin embargo, no aspiran más que a divertir. Si no divierten, la crítica no puede ni debe ir más allá que hasta el extremo de calificarlos de fastidiosos, y en cambio, si divierten o entretienen algo, su fin y su objeto están cumplidos. No son ni quiero yo que sean sino una obra de mero pasatiempo, con cuya lectura, sin la menor ofensa de Dios ni del prójimo, logren los desocupados entretenerse durante algunas horas. Los que quieran aprender algo, de sobra tienen libros a que acudir. Para saber de religión lean los Nombres de Cristo, para saber de moral, lean la Guía de pecadores, y para saber de filosofía, la que está publicando el Padre Urraburu en muchos y muy gruesos tomos