Author: | Gertrudis Gómez de Avellaneda | ISBN: | 9780463051054 |
Publisher: | Luis Alberto Villamarin Pulido | Publication: | August 23, 2018 |
Imprint: | Smashwords Edition | Language: | Spanish |
Author: | Gertrudis Gómez de Avellaneda |
ISBN: | 9780463051054 |
Publisher: | Luis Alberto Villamarin Pulido |
Publication: | August 23, 2018 |
Imprint: | Smashwords Edition |
Language: | Spanish |
Gualcazinla se echó en el lecho sin contestar y cuando se retiró Marina, se quedaba ya, en apariencia al menos, profundamente dormida.
Aun no era llegada, empero, la mitad de la noche cuando la guardia percibió extraordinario ruido hacia el paraje en que reposaba Cortés, y acudiendo presurosos algunos soldados, vieron salir del aposento a Cortés, medio desnudo, pálido, ensangrentado, casi despavorido.
-¡Mi general! exclamaron todos: ¿qué desgracia acontece a vuesa merced? ¿De qué proviene la sangre que le corre por el rostro?
Los detuvo el jefe, en ademán de penetrar en la estancia de que acababa de salir, y limpiándose la sangre con un pañuelo que le alargó uno de los soldados, dijo vacilante tras un breve silencio:
-No es nada a decir verdad... una pesadilla... un golpe en la frente: ya lo veis, la herida es muy leve: retiraos.
Obedeció la guardia, y en el momento en que quedó solo el caudillo, apareció en igual desorden que él y saliendo de la misma estancia su dama doña Marina.
-¿Os ha hecho mucho daño? dijo llegándose a Cortés con afanosa agitación. ¿Esa sangre?...
-Sale de una herida ligera, respondiole en voz baja: el brazo de la insensata desmayó por fortuna al descargar el golpe, y vos, Marina, vos le caísteis encima como una leona, no dejándole tiempo para asegundar el golpe.
-¡De buena habéis escapado, señor mío! repuso estremeciéndose la indiana: el puñal de que se posesionó la frenética loca era el más agudo de todos los vuestros: felizmente mi sueño es como el de la liebre, y me prestan los celos el olfato maravilloso del perro. Sí, dueño y señor mío; cuando se aproxima a vos una mujer, percibo su olor aun hallándome distante.
-¿Pero qué habéis hecho de esa infeliz? preguntó Hernán, correspondiendo con una caricia a la apasionada mirada que al decir sus últimas palabras le había clavado la ardiente americana.
-¡La he ahogado! respondió ella con acento sombrío.
-¡La habéis ahogado!...
-Sí; inanimada yace como si jamás hubiera existido.
-¿Y qué haremos ahora, Marina, para encubrir estos sucesos? Vergonzoso sería para mí aparecer matador de una mujer ahogada... ¡y vos... Marina! no echéis en olvido que estáis casada ya y que yo tengo también una esposa!
-No os inquietéis, dijo Marina con amarga sonrisa: sé que debo fidelidad al marido que me habéis dado, y aun cuando por vos le olvide, bien sabéis, señor, que respeto siempre vuestra paz doméstica y cuido de no dar disgustos a la feliz mujer que lleva vuestro nombre. Nadie tiene que saber que me hallaba dichosamente a vuestro lado cuando la desgraciada Gualcazinla intentó asesinaros.
Gualcazinla se echó en el lecho sin contestar y cuando se retiró Marina, se quedaba ya, en apariencia al menos, profundamente dormida.
Aun no era llegada, empero, la mitad de la noche cuando la guardia percibió extraordinario ruido hacia el paraje en que reposaba Cortés, y acudiendo presurosos algunos soldados, vieron salir del aposento a Cortés, medio desnudo, pálido, ensangrentado, casi despavorido.
-¡Mi general! exclamaron todos: ¿qué desgracia acontece a vuesa merced? ¿De qué proviene la sangre que le corre por el rostro?
Los detuvo el jefe, en ademán de penetrar en la estancia de que acababa de salir, y limpiándose la sangre con un pañuelo que le alargó uno de los soldados, dijo vacilante tras un breve silencio:
-No es nada a decir verdad... una pesadilla... un golpe en la frente: ya lo veis, la herida es muy leve: retiraos.
Obedeció la guardia, y en el momento en que quedó solo el caudillo, apareció en igual desorden que él y saliendo de la misma estancia su dama doña Marina.
-¿Os ha hecho mucho daño? dijo llegándose a Cortés con afanosa agitación. ¿Esa sangre?...
-Sale de una herida ligera, respondiole en voz baja: el brazo de la insensata desmayó por fortuna al descargar el golpe, y vos, Marina, vos le caísteis encima como una leona, no dejándole tiempo para asegundar el golpe.
-¡De buena habéis escapado, señor mío! repuso estremeciéndose la indiana: el puñal de que se posesionó la frenética loca era el más agudo de todos los vuestros: felizmente mi sueño es como el de la liebre, y me prestan los celos el olfato maravilloso del perro. Sí, dueño y señor mío; cuando se aproxima a vos una mujer, percibo su olor aun hallándome distante.
-¿Pero qué habéis hecho de esa infeliz? preguntó Hernán, correspondiendo con una caricia a la apasionada mirada que al decir sus últimas palabras le había clavado la ardiente americana.
-¡La he ahogado! respondió ella con acento sombrío.
-¡La habéis ahogado!...
-Sí; inanimada yace como si jamás hubiera existido.
-¿Y qué haremos ahora, Marina, para encubrir estos sucesos? Vergonzoso sería para mí aparecer matador de una mujer ahogada... ¡y vos... Marina! no echéis en olvido que estáis casada ya y que yo tengo también una esposa!
-No os inquietéis, dijo Marina con amarga sonrisa: sé que debo fidelidad al marido que me habéis dado, y aun cuando por vos le olvide, bien sabéis, señor, que respeto siempre vuestra paz doméstica y cuido de no dar disgustos a la feliz mujer que lleva vuestro nombre. Nadie tiene que saber que me hallaba dichosamente a vuestro lado cuando la desgraciada Gualcazinla intentó asesinaros.