El misterio de los creadores de sombras

Fiction & Literature, Horror, Science Fiction & Fantasy, Science Fiction, Adventure, Action Suspense
Cover of the book El misterio de los creadores de sombras by J. K. Vélez, Nuevos Autores
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Author: J. K. Vélez ISBN: 1230000275449
Publisher: Nuevos Autores Publication: October 21, 2014
Imprint: Language: Spanish
Author: J. K. Vélez
ISBN: 1230000275449
Publisher: Nuevos Autores
Publication: October 21, 2014
Imprint:
Language: Spanish

El libro que estás a punto de comprar ha tardado veinticinco años en completarse. La historia transcurre en los años ochenta porque el escritor comenzó a escribirla en los ochenta, cuando aún era un niño. Si, como a él, te entusiasmaron Los Goonies, no deberías perderte esta novela. 

Sinopsis: Un grupo de amigos empieza a darse cuenta de que a su alrededor están pasando cosas extrañas. Los animales parecen vigilar sus movimientos, hay terremotos cuyo epicentro es su instituto y reciben una carta del tío de uno de ellos, un espeleólogo que al parecer puede prever el futuro y que les pide que emprendan una arriesgada misión de rescate. Por si fuera poco hay un asesino en serie pululando por el condado y pronto empezarán a sospechar que algo aún más terrible e inimaginable acecha en las sombras… 

El arranque de la novela:

En un universo infinito,
cualquier cosa que se pueda imaginar puede existir en algún lugar.

DEAN KOONTZ

 

1. SINCRONÍA DEL ASOMBRO

 

LA APUESTA

I

Aquella mañana de 1985, en la tristemente famosa localidad de Bruceville, ambos despertadores sonaron simultáneamente. Había comenzado la carrera.
Alice saltó de la cama. Con una velocidad que no la caracterizaba en absoluto buscó sus pantalones y la camisa, a la vez que se deshacía del pijama. Los pantalones habían desaparecido. ¿Dónde diablos estaban? Estaba segura de haberlos dejado junto a la cama, sobre la silla, para no tener que buscarlos cuando empezara la carrera. Se apartó el pelo de los ojos. A veces detestaba ese incordio de melena rubia. Bufó enfadada, pensando seriamente en la posibilidad de raparse la cabeza al cero. Kiwi, su gato, la miraba con aire de culpabilidad desde la puerta.

—¿Me has escondido tú los pantalones? ¡Contesta!
—Roñeu.
Se asomó al pasillo mientras el gato salía disparado. Allí estaban. —¡Te voy a arrancar los bigotes uno a uno! ¿Me oyes?

Ken sabía que tenía algo importante que hacer. Echó un vistazo a lo que estaba soñando y no vio nada interesante. Paró el pip-pip-pip de su despertador y entonces lo recordó. Echó una ojeada a la mesita. El aparatejo quita-sueños-provoca-ataques-cardiacos le informó visualmente de que llevaba todo un minuto de retraso. Se puso la camisa, los pantalones, el reloj, las za... las za...

Las zapatillas no estaban en su sitio. Y eso que lo había dejado todo preparado la noche anterior para no perder la apuesta. Se rascó la cabeza, pensativo. Advirtió el poco pelo que le había quedado tras el corte de su madre la tarde anterior. Le gustaba esa sensación de extrañeza que producía cualquier cambio al principio. Había leído en alguna parte que un ganador es alguien capaz de sentirse cómodo en situaciones nuevas y desde entonces abrazaba todos los cambios con entusiasmo. Resopló enfadado, las zapatillas no aparecían. Por un momento se imaginó a Gandalf escondiéndolas bajo alguna cama. Pero aquel perrillo saltarín de pelo gris estaba en el cielo de los canes desde hacía una semana. Había cambios de los que no se podía alegrar uno.

Finalmente las encontró bajo un montón de ropa sucia y se las puso mientras se preguntaba cómo habrían ido a parar allí. Aunque lo más seguro es que la precaria montaña de ropa se cayera encima de ellas mientras dormía.

Alice se estaba lavando la cara con agua fría. Pensó que él ya estaría desayunando. Se desenredó la mata de pelo de un rubio casi albino y salió a escape hacia la cocina. De camino, Kiwi se le enredó en los pies y estuvieron a punto de matarse los dos. Examinó su relojillo de muñeca. No andaba mal de tiempo, siempre que él no hubiera hecho trampas, aunque estaba convencida de que no las haría.

Ken salió de su cuarto tropezando con un montón de trastos y estuvo a punto de dejar su silueta incrustada en una pared. Intentó acceder al baño. Ocupado. Bajó las escaleras para ir al de la planta baja. En ese momento su padre salía del de arriba.

—¡Ken, ¿tienes que hacer siempre tanto ruido?!
—Tropecé. Lo siento.
—Si limpiaras tu cuarto, pongamos, una vez al año, no te pasaría eso.
El baño de abajo estaba vacío. Se lavó la cara, las manos, se arregló la camisa y fue directo a la cocina. No andaba mal de tiempo y dudaba de que ella se hubiera saltado las normas. Incluso era posible que le llevara ventaja. Alice era tan despistada... Lo olvidaba todo, perdía las llaves continuamente, jamás hacía los deberes. Tenía memoria de pez.

Alice atravesó el umbral de la puerta y se topó con su tía Wanda. —Buenos días —le plantó un beso en cada mejilla.
—¿Qué tal has dormido?
—Bien, bien. ¿Qué desayunamos?

—Lo que quieras.
—¿Qué? ¿No has preparado nada? Pero si te dije...
—Ay, es verdad... Tu apuesta. Bueno, un segundo. Te hago unos huevos fritos en un plis-plas. No tardo.
Alice se sentó a la mesa de la cocina algo molesta y enchufó una pequeña radio que llevaba allí encima media vida y aguantaba con las mismas pilas desde la edad de piedra. Buscó una emisora local y trató de pillarla bien. Estaban hablando de los últimos movimientos sísmicos, para variar. En un par de minutos se cansó y la apagó. Poco después Wanda le plantaba delante dos huevos fritos entomatados, el paquete de pan de molde y un zumo de naranja recién exprimido, según ponía en el tetrabrik. Alice dio buena cuenta de ello en unos segundos mientras su tía la miraba con una mezcla de admiración y estupor.

Ken abrazó a su madre por sorpresa y ella estuvo a punto de echarse el aceite hirviendo por encima.
—¡Cuidado, cebollo!
—Perdón.

—¿Qué te ha dado esta mañana?
—Nada. ¿Qué haces? ¿Huevos fritos?
—¿No lo ves?
—¿Cuánto les falta?
—Poco. ¿Les echo tomate?
—No, cojo la mahonesa.
—Hay ajonesa, si quieres.
Ken estaba examinando la nevera.
—¿Dónde?
—En la despensa, creo. La compró tu padre ayer. No creo que me lo imaginara.
Ken se sentó a la mesa y encendió una pequeña tele en blanco y negro del año de la pera.
Estaban hablando del criminal de la carretera, para variar.
—Apaga eso —su madre le puso delante un par de huevos fritos, dos rebanadas de pan y un vaso de leche recién ordeñada, según rezaba el tetrapack.
—No la apagues —dijo su padre, entrando en la cocina.
—Apágala, Ken. No son noticias para ver desayunando —dijo su madre, en tono tajante.
Una locutora muy repeinada decía algo sobre un tipo que asesinaba de forma horrible y muy irreversible a sus víctimas.
—No la apagues. Cuanto más sepamos de ese loco, mejor podremos defendernos de él —dijo su padre.
—Apaga la tele, Ken. No pienso repetirlo.
—No la apagues, Ken. Que lo haga ella.
—Richard...
—Nellie...
La locutora parecía cansada de la discusión y Ken se acabó el desayuno y se escabulló de la cocina sin llamar la atención. En alguna parte de la casa Patty estaba berreando. Ken subió a su cuarto en busca de la cartera.

Alice revolvía entre sus libros.

—Tía Wanda, ¿me has tocado la cartera?
—¿Con qué propósito iba a perpetrar yo semejante ultraje?
—Me falta un libro.
—El de sociales. Está en salón, en el revistero. Lo cogí para ver qué os enseñan ahora en la escuela.
—Te aburres mucho, ¿verdad?
—En absoluto.
—Deberías quedar con más hombres.
—¿Siete en el último mes te parecen pocos?
—Mmmm, no. Está bien. Libro recuperado, me voy, tía.
—Chao.
—Chao.
—Diviértete por mí.
—Lo haré.

—Mamá, ¿has visto mi bloc de plástica? —Richard, apaga esa televisión ahora mismo. —No pienso hacerlo.
—Mira que te la desenchufo de la pared. —No te atreverás.

—Da igual, ya lo busco yo. 

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El libro que estás a punto de comprar ha tardado veinticinco años en completarse. La historia transcurre en los años ochenta porque el escritor comenzó a escribirla en los ochenta, cuando aún era un niño. Si, como a él, te entusiasmaron Los Goonies, no deberías perderte esta novela. 

Sinopsis: Un grupo de amigos empieza a darse cuenta de que a su alrededor están pasando cosas extrañas. Los animales parecen vigilar sus movimientos, hay terremotos cuyo epicentro es su instituto y reciben una carta del tío de uno de ellos, un espeleólogo que al parecer puede prever el futuro y que les pide que emprendan una arriesgada misión de rescate. Por si fuera poco hay un asesino en serie pululando por el condado y pronto empezarán a sospechar que algo aún más terrible e inimaginable acecha en las sombras… 

El arranque de la novela:

En un universo infinito,
cualquier cosa que se pueda imaginar puede existir en algún lugar.

DEAN KOONTZ

 

1. SINCRONÍA DEL ASOMBRO

 

LA APUESTA

I

Aquella mañana de 1985, en la tristemente famosa localidad de Bruceville, ambos despertadores sonaron simultáneamente. Había comenzado la carrera.
Alice saltó de la cama. Con una velocidad que no la caracterizaba en absoluto buscó sus pantalones y la camisa, a la vez que se deshacía del pijama. Los pantalones habían desaparecido. ¿Dónde diablos estaban? Estaba segura de haberlos dejado junto a la cama, sobre la silla, para no tener que buscarlos cuando empezara la carrera. Se apartó el pelo de los ojos. A veces detestaba ese incordio de melena rubia. Bufó enfadada, pensando seriamente en la posibilidad de raparse la cabeza al cero. Kiwi, su gato, la miraba con aire de culpabilidad desde la puerta.

—¿Me has escondido tú los pantalones? ¡Contesta!
—Roñeu.
Se asomó al pasillo mientras el gato salía disparado. Allí estaban. —¡Te voy a arrancar los bigotes uno a uno! ¿Me oyes?

Ken sabía que tenía algo importante que hacer. Echó un vistazo a lo que estaba soñando y no vio nada interesante. Paró el pip-pip-pip de su despertador y entonces lo recordó. Echó una ojeada a la mesita. El aparatejo quita-sueños-provoca-ataques-cardiacos le informó visualmente de que llevaba todo un minuto de retraso. Se puso la camisa, los pantalones, el reloj, las za... las za...

Las zapatillas no estaban en su sitio. Y eso que lo había dejado todo preparado la noche anterior para no perder la apuesta. Se rascó la cabeza, pensativo. Advirtió el poco pelo que le había quedado tras el corte de su madre la tarde anterior. Le gustaba esa sensación de extrañeza que producía cualquier cambio al principio. Había leído en alguna parte que un ganador es alguien capaz de sentirse cómodo en situaciones nuevas y desde entonces abrazaba todos los cambios con entusiasmo. Resopló enfadado, las zapatillas no aparecían. Por un momento se imaginó a Gandalf escondiéndolas bajo alguna cama. Pero aquel perrillo saltarín de pelo gris estaba en el cielo de los canes desde hacía una semana. Había cambios de los que no se podía alegrar uno.

Finalmente las encontró bajo un montón de ropa sucia y se las puso mientras se preguntaba cómo habrían ido a parar allí. Aunque lo más seguro es que la precaria montaña de ropa se cayera encima de ellas mientras dormía.

Alice se estaba lavando la cara con agua fría. Pensó que él ya estaría desayunando. Se desenredó la mata de pelo de un rubio casi albino y salió a escape hacia la cocina. De camino, Kiwi se le enredó en los pies y estuvieron a punto de matarse los dos. Examinó su relojillo de muñeca. No andaba mal de tiempo, siempre que él no hubiera hecho trampas, aunque estaba convencida de que no las haría.

Ken salió de su cuarto tropezando con un montón de trastos y estuvo a punto de dejar su silueta incrustada en una pared. Intentó acceder al baño. Ocupado. Bajó las escaleras para ir al de la planta baja. En ese momento su padre salía del de arriba.

—¡Ken, ¿tienes que hacer siempre tanto ruido?!
—Tropecé. Lo siento.
—Si limpiaras tu cuarto, pongamos, una vez al año, no te pasaría eso.
El baño de abajo estaba vacío. Se lavó la cara, las manos, se arregló la camisa y fue directo a la cocina. No andaba mal de tiempo y dudaba de que ella se hubiera saltado las normas. Incluso era posible que le llevara ventaja. Alice era tan despistada... Lo olvidaba todo, perdía las llaves continuamente, jamás hacía los deberes. Tenía memoria de pez.

Alice atravesó el umbral de la puerta y se topó con su tía Wanda. —Buenos días —le plantó un beso en cada mejilla.
—¿Qué tal has dormido?
—Bien, bien. ¿Qué desayunamos?

—Lo que quieras.
—¿Qué? ¿No has preparado nada? Pero si te dije...
—Ay, es verdad... Tu apuesta. Bueno, un segundo. Te hago unos huevos fritos en un plis-plas. No tardo.
Alice se sentó a la mesa de la cocina algo molesta y enchufó una pequeña radio que llevaba allí encima media vida y aguantaba con las mismas pilas desde la edad de piedra. Buscó una emisora local y trató de pillarla bien. Estaban hablando de los últimos movimientos sísmicos, para variar. En un par de minutos se cansó y la apagó. Poco después Wanda le plantaba delante dos huevos fritos entomatados, el paquete de pan de molde y un zumo de naranja recién exprimido, según ponía en el tetrabrik. Alice dio buena cuenta de ello en unos segundos mientras su tía la miraba con una mezcla de admiración y estupor.

Ken abrazó a su madre por sorpresa y ella estuvo a punto de echarse el aceite hirviendo por encima.
—¡Cuidado, cebollo!
—Perdón.

—¿Qué te ha dado esta mañana?
—Nada. ¿Qué haces? ¿Huevos fritos?
—¿No lo ves?
—¿Cuánto les falta?
—Poco. ¿Les echo tomate?
—No, cojo la mahonesa.
—Hay ajonesa, si quieres.
Ken estaba examinando la nevera.
—¿Dónde?
—En la despensa, creo. La compró tu padre ayer. No creo que me lo imaginara.
Ken se sentó a la mesa y encendió una pequeña tele en blanco y negro del año de la pera.
Estaban hablando del criminal de la carretera, para variar.
—Apaga eso —su madre le puso delante un par de huevos fritos, dos rebanadas de pan y un vaso de leche recién ordeñada, según rezaba el tetrapack.
—No la apagues —dijo su padre, entrando en la cocina.
—Apágala, Ken. No son noticias para ver desayunando —dijo su madre, en tono tajante.
Una locutora muy repeinada decía algo sobre un tipo que asesinaba de forma horrible y muy irreversible a sus víctimas.
—No la apagues. Cuanto más sepamos de ese loco, mejor podremos defendernos de él —dijo su padre.
—Apaga la tele, Ken. No pienso repetirlo.
—No la apagues, Ken. Que lo haga ella.
—Richard...
—Nellie...
La locutora parecía cansada de la discusión y Ken se acabó el desayuno y se escabulló de la cocina sin llamar la atención. En alguna parte de la casa Patty estaba berreando. Ken subió a su cuarto en busca de la cartera.

Alice revolvía entre sus libros.

—Tía Wanda, ¿me has tocado la cartera?
—¿Con qué propósito iba a perpetrar yo semejante ultraje?
—Me falta un libro.
—El de sociales. Está en salón, en el revistero. Lo cogí para ver qué os enseñan ahora en la escuela.
—Te aburres mucho, ¿verdad?
—En absoluto.
—Deberías quedar con más hombres.
—¿Siete en el último mes te parecen pocos?
—Mmmm, no. Está bien. Libro recuperado, me voy, tía.
—Chao.
—Chao.
—Diviértete por mí.
—Lo haré.

—Mamá, ¿has visto mi bloc de plástica? —Richard, apaga esa televisión ahora mismo. —No pienso hacerlo.
—Mira que te la desenchufo de la pared. —No te atreverás.

—Da igual, ya lo busco yo. 

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