Azul…

No hace falta apenas justificar la presencia de un texto como "Azul…" en una colección de clásicos hispánicos. La historiografía literaria tradicional lo consideró durante mucho tiempo el libro inaugural del modernismo, apoyándose en la lectura hiperbólicamente estratégica que de él hizo su autor, quien incluso llegó a llamarlo "mi primer libro", y lo vio más de una vez como el inicio de su futura revolución en el pensar y el escribir. Todos los mitos de la fundación y de la novedad radical cayeron sobre "Azul…", aquel pequeño libro que, en efecto, obedecía al "galicismo mental" detectado por Juan Valera, pero que solo quería ser, como reconoce Darío, una producción de arte puro. O lo que es lo mismo, un intento, logrado desde luego, de colorear el lenguaje y la vida cotidiana a partir de la construcción de un ámbito estético plenamente autónomo donde se fundiesen la música, la pintura, e incluso la escultura, con la escritura en prosa y en verso. En este "cofre tan artístico", como lo denominó Eduardo de la Barra, su primer prologuista, el joven Rubén Darío comenzó a mostrar una originalidad extraña al hacer suyas las poéticas de románticos, parnasianos, decadentes y simbolistas. Pero la moral estética a la que obedece "Azul…", ya desde el mismo título, tiene como reverso un posicionamiento crítico y hasta social: el arte no habla "en burgués", como leemos en el primer cuento del libro. El Darío que viaja a Chile, y que se encuentra con el no lugar del artista bajo el esplendor de un capitalismo dependiente, trata de resacralizar el arte, de devolverle el aura que ha perdido al son de la "canción del oro", reverenciado ya por todos, incluso por el poeta, aunque no como valor de cambio sino como valor de uso estético. Ninguna otra salida, entonces, que no fuera cubrirse los ojos con el sutil velo azul de la reina Mab.